miércoles, 13 de agosto de 2008

A propósito de la literatura y la identidad regional (R. Artola)


Extrañamiento y pertenencia

Una frase muy socorrida dice que “la patria es la infancia”. Y va camino de ser anónima, por la vía más habitual: que se la atribuyan cada vez a más autores, hasta que sea imposible dilucidarlo. Hoy dicen todavía que la acuñó Baudelaire, Rilke, Saint-Exupèry, Gabriela Mistral, Borges, Mishima, Jauretche, Proust, Alfonsina Storni, Jacques Prévert, Juan Ramón Jiménez, Miguel Delibes y hasta Juan José Saer, entre otros. El Google no me deja mentir.

Si partimos de la verdad y fuerza que encierra esa aseveración, podemos avanzar un poco más y acercarnos a una idea de Juan Carlos Moisés, que en un ensayo famoso dice: “Es posible que las imágenes de la infancia sean las que marquen a fuego a una persona para toda la vida”: Y agrega que si la persona deviene en poeta, “esas imágenes primerizas serán definitorias”.1

Ya que estamos en esto, qué mejor que preguntarle a Pavese lo que opina. El gran poeta dice en su trabajo “Estado de gracia” que “de cualquier individuo se puede sostener que los símbolos no radican tanto en sus hallazgos librescos o académicos, sino en los míticos y casi elementales descubrimientos de infancia, en los contactos humildísimos e inconscientes con las realidades cotidianas y domésticas que lo acogieron al principio: no la alta poesía sino la fábula, las rencillas, la oración; no la gran pintura sino el almanaque y la estampa; no la ciencia sino la superstición”.2

Soy consciente de estar recorriendo, con estas citas y referencias, un camino conocido y prestigioso, de indudable universalidad. Que he transitado muchas veces estos años, que conozco conceptualmente bien, lo he aprendido. La novedad es que no lo había comprendido hasta hace muy poco.

Llevo viviendo en la Patagonia hace más de 30 años, 33 para ser exactos, más de la mitad de mi vida. Durante este tiempo he viajado bastante por pueblos y ciudades de varias provincias de la región, casi siempre para encontrarme con escritores, poetas y otros artistas, en reuniones, ferias, certámenes y otras ocasiones de celebrar la palabra. En un par de lugares me quedé hasta un año e hice amigos entrañables. En todos lados aprendí de las más variadas clases de gente, anduve alerta, con los sentidos abiertos, igual que el corazón. Me enriquecí con la única riqueza que no se esfuma con un golpe de mala suerte, de adversidad climática o de gobiernos incompetentes o perversos: adquirí conocimientos de vida, lenguajes nuevos, compartí alegrías y tristezas, tuve compañeros de camino y amigas de entrecasa. Hasta donde me dio el cuero, no me privé de experiencias.

¿Adónde vamos con estas disquisiciones, se preguntarán? Desvarío un tanto, como otras veces, pero vamos lentamente a puerto. No sé si bueno y seguro, pero amarraremos en alguna dársena.

Estábamos en mi estancia y modestas andanzas por la Patagonia. Salvo los paréntesis aludidos, he vivido el resto de estos años en Viedma, capital de Río Negro, casi en el límite norte de la región. Llegué mayor, no digo hombre hecho sino más bien deshecho, pero ya de 27 años, con mi primer hijo y pronto a nacer el segundo. El destino fue azaroso y necesario, casi como cerrar los ojos y tantear el mapa en un terreno menos perforado por las balas y sembrado de muertos que la ciudad de La Plata donde empezaba su corto reinado de terror la Triple A de López Rega y hacían su bautismo criminal los comandos paramilitares, precursores de la dictadura instaurada poco después.

¿Qué tiene que ver todo esto con la literatura, o al menos con mi escritura? Mucho, apenas recordemos los primeros párrafos de esta intervención.

Desde que me establecí en Viedma ejercí el periodismo en varios medios gráficos, en radios y agencias de noticias. La literatura era un berretín de lector empedernido, habiéndome atrevido a probar el cuento con rápida y engañosa fortuna un par de años antes. Y la poesía, un sobresalto tan gozoso como liberador en medio de trabajos y familia.

Todo lo que he publicado fue escrito mientras vivía en la Patagonia. Sin embargo, nunca pude vencer ni entender la sensación de ser un extraño en tierras extrañas. Aunque jamás añoré los viejos horizontes al punto de hacer planes concretos de regreso. Es más: si he fantaseado con algún nuevo domicilio lo imaginé dentro de la Patagonia.

Esa sensación encierra la paradoja de extrañamiento y pertenencia a la vez, tal como la ha definido Diana Bellesi, en su caso para referirse a lo experimentado en sus viajes por América Latina.3

Esa ambigüedad, por muchos años, no se reflejó en mi escritura o al menos yo no la podía ni puedo detectar. Por más que relea textos de mis primeros quince años en la Patagonia no encuentro motivos, palabras, giros lingüísticos que hagan suponer al eventual lector un lugar de residencia determinado de su autor. A lo sumo, podrá inferirse que se trata de un argentino, acá sí por múltiples marcas.

Con el tiempo, antes en la narrativa que en la poesía, aparecieron situaciones y personajes ambientados en Río Negro, sobre todo entre Carmen de Patagones y Viedma, siempre en el siglo XIX. Para urdir esas ficciones me había apoderado de retazos de historia, o mejor dicho de grietas en la historia de la vida comarcana en las primeras décadas desde su fundación. Me sorprendí mucho al haber encontrado este camino narrativo, pues no lo planeé ni preví que eso sucedería alguna vez. Quizá porque creía no haber acogido con suficiente fuerza, afecto ni autoridad el paisaje del lugar donde vivo, lo mismo que su historia y rasgos culturales.

Estos materiales ingresados naturalmente entre mis recursos a mano para la escritura me resultaron gratos en la ejecución y sirvieron para desmentirme un desarraigo que consideraba fatal, irreversible.

Para la misma época mudé de casa, me afinqué en la zona sur de Viedma, a muchas cuadras del centro, en un barrio popular recién inaugurado. Fue el cambio de ambiente y vecindario más abrupto que afronté, simultáneo con una ruptura amorosa que se llevaba toda mi energía. Supuse que la mudanza no hacía demasiada huella en mi ánimo ante el desbarajuste emocional. Sin embargo, un año después, me encontré recopilando textos que aludían inequívocamente a mi nuevo entorno, poemas del barrio de variados tonos y colores, muchas veces irónicos y hasta divertidos, con descripciones un tanto bucólicas. Esta vez la satisfacción fue mucho mayor ante el hallazgo: el lugar donde vivía había logrado conmoverme más allá de toda esperanza y previsión.

Bien adaptado, entonces, para la escasa tolerancia que para lo social tiene un solitario, poco asimilado a usos y costumbres, con un distante respeto por las tradiciones y veneración de próceres locales y sus gestas, había al menos aprovechado algunas historias para reescribirlas a mi modo y pude reflejar en varios textos el heterogéneo barrio que me tocó en suerte.

En todo lo demás, seguía siendo el chico y el muchacho de la pampa bonaerense que crió sus ojos en el horizonte verde y llano con molinos y aguadas constantes, poblados próximos signados por ríos, arroyos y lagunas silvestres, patos silbones y teros escandalosos, atardeceres mansos y rojos, arcoiris después de cada lluvia, los olores del jardín familiar que perfuma todo el aire e inspira el croar de las ranas y el canto de los grillos, con casas altas y antiguas como sólo tiene Carmen de Patagones, ciudad hermana del Carmen de Las Flores, para reconfortar mis recuerdos. Desde hace más de treinta años, cruzar en lancha de Viedma a Patagones, subir la cuesta de sus primeras calles hasta el centro, pisar la Plaza 7 de Marzo y llenar mis pulmones con los aires bonaerenses, es un placer tan hondo cual entrar en un oasis privado que no ha sufrido mella con el paso del tiempo.

Estas reflexiones me han brotado a partir de una confesión inesperada y pública, ocurrida hace pocos meses.

Me tocaba coordinar una mesa sobre “Narración y Patagonia” en la Feria del Libro en Buenos Aires, organizada por los amigos de “Tela de Rayón”, suplemento cultural del diario “Jornada” de Trelew. Mis compañeros de panel eran todos chubutenses nativos, aunque dos de las escritoras viven desde hace años en Buenos Aires. Sobre el final de una larga conversación, y acicateado por la inteligente pregunta de un joven estudiante de Letras nacido en Madryn, me escuché decir: “Siento una fuerte ambigüedad de sentimientos: amo a la Patagonia pero me cuesta mucho decir que me sienta un patagónico. Vivo en Viedma, donde tengo un pie firme, para nada vacilante, pero el otro planea entre Las Flores y La Plata, donde nací y me crié, estudié, tuve militancia política y gremial y fundé familia. Con esa dualidad convivo sin angustias pero con cierta perplejidad y no puedo dirimirla ni resolverla en otro lugar, en otro plano, que no sea en el de mi escritura. Y allí ya no puedo opinar; tendrán que hacerlo los lectores de mis textos”.

Ahora que llegué a este punto del relato sobre mis hallazgos personales, me pregunto qué valor o interés puede tener para otros. Lo primero que se me ocurre es que en la Patagonia, tierra de inmigrantes por antonomasia, vive mucha gente con una historia parecida a la mía, pues ha llegado a radicarse después de nutrir sus sentidos y su memoria con imágenes de otras tierras, de lejanas latitudes y realidades muy disímiles. Tal vez esas personas, sean escritores o no, encuentren un eco de su peripecia de vida en estas vivencias que intento transmitir.

Por otra parte, si “la patria es la infancia” por imperio natural, en tanto sustrato sensorial, emocional y afectivo, para los que construimos nuestro mundo interior, intelectual pero también afectivo, mediante la palabra escrita, como lectores primero y luego como escritores y siempre lectores, la patria elegida es el lenguaje, la lengua madre, la combinación permanente de unos sonidos y sus significados, que dan sentido a nuestra vida.

De allí puede proceder la sensación, la situación de extrañamiento respecto de la tierra, del lugar físico que habitamos, que no nos colma, no termina de enamorarnos, nunca termina de ser “nuestro” lugar. Creo que para el artista el sentido de pertenencia a un territorio es ilusorio cuando no voluntarista, y hasta político en su sentido más amplio. Quien trabaja con los lenguajes simbólicos del arte se remite constantemente a ellos, sus herramientas son el único lugar seguro de referencia y cobijo, de arduo placer, de trabajo en la vigilia y durante el sueño, de desvelo constante y rumbo cierto.

Borges y Abelardo Castillo, por citar a los que tengo más a mano, identifican a la literatura con la palabra destino. No destino con el sentido griego de fatalidad y arbitrio de los dioses; destino como rapto de la imaginación cazada al vuelo en alguna siesta de niñez o adolescencia; destino como determinación y voluntad, como trabajo y reparación en un solo acto; destino como lo ineluctable, sendero apenas entrevisto que intuimos es camino central; destino como el inexorable derrotero marcado en un boleto de ida; destino como pasaje, rito y juego.

Por todas estas cosas, y por muchas más seguramente, de las que a veces tomamos apuntes para intentar borradores de futuros textos, ha de ser que el tema de la identidad regional es motivo de conversaciones, coincidencias y disensos, lo mismo que origina facturas de distinto sabor a la hora de tejer un poema o esculpir un relato o novelar personajes o investigar sucedidos.

El profesor Virgilio Zampini, en un libro que merece urgente reedición, definía: “Habitar es dar sentido a un espacio. Es construir, por la palabra, un ámbito de significados. Vivimos en los espacios que, de un modo peculiar, han creado los textos literarios”, para concluir más adelante que “el espacio que hoy llamamos Patagonia es también la resultante de una construcción literaria”.4

Dicho con otras palabras, tal vez valdría la pena preguntarse si antes que esperar o aspirar a que una región produzca una determinada literatura, de colores, contornos y perfumes más o menos previsibles, no sería saludable suponer que la literatura es la que va produciendo la fisonomía, los rasgos y el carácter de la región desde la que se escribe. Como todos los aportes que el arte hace para perfilar una cultura.

Referencias

  1. Moisés, Juan Carlos. “Escribir en la Patagonia”, revista-libro “El Camarote” Nº 3, Viedma, junio/julio 2004.
  2. Pavese, Cesare. El oficio de poeta, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1970.
  3. Bellesi, Diana. Entrevista por Alicia Genovese y María del Carmen Colombo, en Colibrí, ¡lanza relámpagos!, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1996.
  4. Zampini, Virgilio. Construcción literaria del espacio patagónico, Ed. Biblioteca Agustín Alvarez, Trelew, 1996.

(Texto de la ponencia presentada en el XXVI Encuentro de Escritores Patagónicos de Puerto Madryn, agosto 2008, en mesa compartida con Silvia Iglesias, Juan Carlos Moisés y Jorge Spíndola, bajo el título “Cuatro voses”).

3 comentarios:

Sergio Sarachu dijo...

Raúl, ¡¡tantos años!!. A mí me hubiera gustado escribir lo que has dicho en Madryn, de punta a punta, y sólo agregando -en mi caso personal- Olavarría, Bs. As., La Plata, Neuquén, Roca- para hacerlo textual de lo que opino. Un gustazo haber encontrado este espacio de compañeros. Te invito a vos y los tuyos a pasar por mi blog para seguir andando a la par por estas tierras de construcción de indentidad y literatura. Mi lugar es sergiosarachu.blogspot.com. Un gran abrazo que algun día de estos se hará personal. Sergio.

macadamia dijo...

a mi me gusta mucho la frase "mi patria es el lugar del que comen mis hijos" es de la mamá de joan manuel serrat

Verónica Merli dijo...

que lo pario y yo que meditaba un especie de mundo mío que estaba llamando "el país de la infancia" sniffff