miércoles, 13 de agosto de 2008

La gambeta del mínimo esfuerzo (R. Artola)

Si pude gambetear hasta aquí la mayoría de las desgracias de esta vida es porque nací con la ley del mínimo esfuerzo incorporada a mi equipo básico.

Criado en la tradición judeo-cristiana y su culpa congénita y el sudor de tu frente, a lo que se agregó, en armonioso connubio, la impronta positivista del racionalismo con sus vidrios de colores del afán de lucro, el consumo desenfrenado y la ostentación de bienes materiales, logré resistir poniendo en funcionamiento ese motorcito interior tan denostado por la moral mayoritaria.

Al comienzo de estas líneas me apropié del verbo que define las fintas sobre el césped porque implica buscar el objetivo esquivando los escollos limpiamente, sin tropezar ni enconarse con ellos, moviendo la cintura y los pies ágiles, a ras del suelo: es decir, velocidad, astucia y diversión. Debo aclarar que esto no lo aprendí en las canchas de fútbol, practiqué más bien en casa, sorteando los cazotes voleados por mi padre sin mucho tino, de pura rabia acumulada vaya uno a saber desde cuándo y por qué, o poniendo a resguardo mis oídos de las constantes trifulcas conyugales, ora sumergiéndome en la lectura, ora de visita al gallinero para desentrañar el misterio de esas aves torpes con un macho laborioso en su función reproductora, o con preferencia yendo a refugiarme en el calor del escritorio de mi abuela, con su biblioteca y su piano, el barroco reloj de péndulo al que daba cuerda subiéndome a un mueble tocadiscos y un gato gris de Angora que confirmó mi amor por los felinos. En el refugio estaba incluida, como si formara parte del inventario de la casa, la múltiple Felipa, criada que heredó mi abuela y la víctima más clara de la hipócrita beatería familiar.

La trinchera de Felipa era, claro, la cocina, altar de la lumbre y los manjares, de la novela por radio y los programas de humor blanco, las orquestas de tango y los concursos de preguntas y respuestas. Afuera, la bomba de agua, el cerco de ligustros, la tortuga Casimira y los pollitos, el laurel, el limonero y el durazno, un cañaveral indómito y la vencida medianera con el vecino que criaba palomas mensajeras.

Esos tesoros de la infancia acolchonaron bastante bien casi todas las penurias posteriores, aunque coseché beneficios, a tempo, de sucesivas mujeres, el vino y la poesía, el periodismo, viajes y mudanzas, la música de jazz, el ajedrez, militancia gremial y política, un catecismo propio y la saludable costumbre de dormir al menos ocho horas. Después me ayudaron el psicoanálisis, nuevas lecturas, amores diferentes, hijos y nietos de buen cuño, la meditación trascendental, el correo electrónico, el cine, la ópera italiana y los cantantes populares, siempre el mate.

A la vuelta de los años me aseguran que aquello del mínimo esfuerzo lo aconseja desde hace milenios el taoísmo a través de su principio pasivo, el no-actuar, y que un espíritu similar sopla en la sabiduría de los vedas de la India. Como se ve, sin haber inventado nada y a pura intuición, hice lo que otros vienen sugiriendo desde el fondo de la historia. Eso es todo.

(inédito)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias Raúl! Por este bellísimo texto, en el que la referencia muy personal al mundo de tu infancia se vuelve un mapa de otras infancias. Encuentro resonancias, claves compartidas, y al cabo de esa lectura siento que me llevaste a un reconocimiento de mi propia vida. Un fuerte abrazo, y gracias también por este blog. Ramón, desde Río Colorado (R.N.)