A veces, las palabras bonitas me seducen con astucia, con artimaña, para lograr ubicarse en algún pliegue del poema, allí donde soy incapaz de verlas. No pienso mal de ellas. Seguro que lo hacen para cuidarse de la agresión de las otras palabras, poco amistosas y reticentes al diálogo, que insisten con empujarlas fuera de la línea o del párrafo.
Hay quienes dicen que a la larga, impedidas de mostrarse como son, las palabras bonitas sufren de pena, de desgarramiento; que son como pétalos que se desprenden al menor soplido, y se marchitan sin haber sido apreciado su candor, aroma, color. Mi sospecha es que ahí donde se alimentan, en la desolación, encuentran su defensa, se mimetizan, cambian de ropaje, hasta parecer lo que no son, como nosotros.
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